
Estudiar filosofía fue desde niño una necesidad (si le quitan a esa palabra la sílaba "si" se queda sólo como necedad). Tenía preguntas constantes acerca de todo. Las respuestas que me daban a veces me persuadían y a veces no. Dependiendo del grado de cientificidad.
Sin embargo, cuando la pregunta es esencial, la respuesta parece no existir. Muchas veces obtenía una creencia dogmática por respuesta. Solución que no me dejaba satisfecho.
De entre las muchas cuestiones que rondaban mi cabeza estaba la clásica: "¿Qué hay después de la muerte?" Siendo incapaz de ir a investigar por mi mismo (la curiosidad no mató al gato) decidí profundizar en los terrenos teológicos, metafísicos y ontológicos.
Por muchas ganas de que no fuera así, la respuesta racional fue una: Después de la muerte no hay nada.
Ahora lo sé y ese conocimiento por aterrador que parezca, me tiene sin cuidado. Creo que es mejor vivir la vida sin esperar un mundo en el más allá, que dejar de vivir por creer que vas a ir a un lugar mejor... Lo único que hay es una cárcel de tinieblas.
Lo siento mucho, pero así es. Como le dijo la tortillera al filósofo: "No hay masa ya."